Hace poco, acompañando a un amigo a un pueblo lejano de mi región, decidimos aprovechar el tiempo y adentrarnos en una de esas pequeñas aldeas de montaña (aunque ésta también se encontraba cerca del litoral), de las que -por desgracia- cada vez quedan menos.
Allí las casas, relativamente cercanas unas de otras, se comunicaban por una estrecha pero bien mantenida y cuidada carretera regional. Era muy habitual encontrar, en cada porche y en cada patio de las casas, una bicicleta. Por las calles del pueblo encontramos a muchos vecinos que iban y venían en bici, y en los alrededores de la plaza del pueblo había también alguna que otra bicicleta apoyada, aprovechando el negro enrejado existente a su alrededor.
La gente usaba ese medio para desplazarse entre vecinos, para ir a comprar y, por supuesto, para dar un paseo. Pero lo que más me extrañó no fue eso. Lo que de verdad captó mi atención fue la increíble amabilidad de sus gentes.
Aunque es cierto que entre los ciclistas nos solemos saludar unos a otros, entre los ciclistas urbanos esa tradición y esa gentil cortesía se ha perdido completamente. Cada uno va por su camino y a su aire sin mirar a los demás. No ocurría así en aquella aldea. Incluso a la salida del pueblo nos saludó amablemente una atractiva chica ciclista que iba a los mandos de una BTT, algo inusual y rarísimo, porque nunca jamás me encontré (ni yo, ni la mayoría de ciclistas que conozco) a una mujer en bici que saludase a otros ciclistas sin conocerlos.
Me quedé gratamente sorprendido cómo en un pueblo, sin grandes campañas pro-ciclismo, el espíritu ecológico y utilitario de la bici había calado. Un pueblo que me quedé con unas ganas terribles de poder quedarme a vivir. Con mi bici, por supuesto.
| Redacción: RevistaBici.blogspot.com
